domingo, 25 de enero de 2009

Adios a la sociedad opulenta - Jose Antonio Pérez Tapias

lunes 12 de enero de 2009

Los tiempos de crisis son tiempos de cambio. En tales momentos, la fuerza de los hechos obliga a transformaciones efectivas, a no ser que la sociedad que se ve cuestionada en sus estructuras adopte la estrategia suicida de bloquear la renovación de las mismas para, con ello, quedar atrapada en la dinámica de una crisis que acarreará su hundimiento. Sobran ejemplos de tan ciega actitud colectiva, asentada en el fondo sobre aquel “espejismo de la inmortalidad” que el historiador Arnold B. Toynbee detectó en civilizaciones que acabaron sucumbiendo.
Una situación de crisis económica como la que estamos viviendo, cuando ya no resulta exagerado calificarla como la más grave en un siglo, debería llevarnos a plantear en serio hacia dónde conducir los cambios necesarios. En el punto de partida tenemos una crisis económica que empezó siendo financiera y ya afecta a toda la estructura productiva de nuestra sociedad, lo cual no se afirma de un solo país, sino de una economía mundial integrada en un mercado global del que nadie queda fuera. No hace falta decir, usando expresión querida por Zapatero, que en medio de tal ‘tormenta económica’ cada cual navega como puede: cada país con sus recursos y sus déficits, cada individuo con sus posibilidades y sus carencias. Se convierte en condición común el denodado bracear contra el naufragio, a expensas de la lucidez suficiente como para tomar conciencia de que nadie se salva solo.
En los días más críticos del pasado reciente, cuando el sistema económico estuvo al borde del colapso –así lo afirman quienes con más información seguían los acontecimientos-, no faltaron las intenciones voluntariosas de acometer reformas en profundidad. No quedará en el olvido la proclama de Sarkozy convocando a la ‘refundación del capitalismo’, aunque es probable que él mismo haya archivado ya una pretensión tan exagerada como improcedente: el capitalismo no es susceptible de refundación. Por el contrario, sí está necesitado de verdadera transformación; pero no es menos cierto que las aspiraciones de muchos, a las que en su momento el presidente francés dio expresión con su grandilocuente fórmula, no van por ahí.
Cuando ya nadie podía erigirse en redivivo Dr. Pangloss para seguir predicando la doctrina, más cínica que cándida, de que, gracias al neoliberalismo, vivimos en el mejor de los mundos posibles, mensajes alternativos empezaron a abrirse camino, recuperando en muchos casos las andaderas keynesianas. Las propuestas de quien, siendo liberal, acabó en su día suministrando recetas económicas a la socialdemocracia, han vuelto a circular con todo un caudal de crédito acumulado, precisamente aquél que han perdido los dogmas de los Friedman, Hayek y compañía, tan concienzudamente aplicados desde Reagan hasta el segundo Bush, pasando por la tan recordada Dama de Hierro y el siempre fervoroso Aznar. No obstante, con todo el mérito de un rescate de Keynes que pone en primer plano la necesidad de intervención pública para orientar el mercado, de protagonismo del Estado para dinamizar la economía, sobre todo incidiendo con políticas fiscales que redunden en la activación de la demanda, hay que reparar en que el recetario puede resultar limitado ante la gravedad de la crisis, habida cuenta de cuánto ha cambiado el contexto desde mediados del siglo pasado hasta hoy.
Los límites de las propuestas keynesianas, por la izquierda aunque sin estar situado en ninguna posición extrema, ya los vio el economista estadounidense John K. Galbraith, y así lo plasmó de forma tan inteligente como elegante en su obra La sociedad opulenta. Sus páginas, desde su primera edición en 1958, brindan un incisivo análisis de hacia dónde va una sociedad que pone su salud económica en un incremento indefinido de la productividad, basada en la fabricación de bienes de consumo orientada a satisfacer una demanda masiva, estimulada por políticas diseñadas al efecto. Un proceso así espoleado tuvo, ciertamente, resultados positivos, logrando el objetivo de un incremento notable de la riqueza y el acceso de amplias capas de la población a unos bienes que les proporcionaron mayor bienestar. Le acompañó, con todo, un inconveniente: la ‘sociedad opulenta’ así conformada pasó a gravitar sobre el consumo privado de bienes, descuidando la necesaria atención a servicios públicos como educación y sanidad. Dicha opulencia no dejaba de arrastrar fuertes desigualdades, pero quedaban amortiguadas por lo que los aumentos de productividad permitían en cuanto a mejora de remuneraciones de los trabajadores para que el mismo consumo no decayera. Otra cosa distinta ocurría más allá de las fronteras que delimitaban ese desarrollo, pues la sociedad de consumo así configurada se circunscribía a los países de un mundo desarrollado que dejaba a sus espaldas el subdesarrollo de los que no podían sumarse a esa dinámica capitalista –salvo como proveedores de materias primas en un mercado muy asimétrico-.
La perspicacia de Galbraith ponía de relieve otro problema que aún se presenta con mucha más fuerza en nuestra época de globalización y de contradicciones muy tensas entre economía y ecología. Ese problema no es otro que el que entraña un proceso indefinido de estimulación de la demanda de los consumidores. ¿Se puede seguir alentando una producción para el consumo como si agua, suelo, materias primas y energía fueran recursos inagotables de una naturaleza ilimitada? A estas alturas sabemos que no, pero seguimos sin extraer todas las consecuencias de ello. Un saber convencional lo impide y, como denunciaba hace décadas el economista norteamericano, ciertos mitos obstaculizan el acometer las medidas necesarias para cambiar las cosas, como es el caso del mito del necesario crecimiento indefinido. Tampoco la izquierda se ha librado del todo de él.
La crisis está poniendo a la vista que las opulencias con las que en ciertas sociedades y clases hemos vivido hasta ahora no son prorrogables en el futuro. Ni siquiera en una economía saneada se podrían extender a todos los que pudieran ir estando en condiciones de acceder a tal cantidad de bienes de consumo. Tenemos ahí las demandas difícilmente contenibles de países emergentes como China e India. Cuando, además, nuestra sociedad ha pasado a ser de “hiperconsumo”, como la llama Gilles Lipovetsky, más urgente es reconducir un consumo que se muestra insostenible. Bien es verdad que para ello no son pertinentes, como señala el ensayista francés, estrategias políticas que aspiren a una sociedad del todo instalada en la frugalidad más rigurosa; pero no lo es menos que no podemos seguir en una ‘vida de consumo’ asentada sobre ‘el engaño, el exceso y el desperdicio’, como certeramente critica el sociólogo Zygmunt Bauman. Por eso, cuando decimos que para salir de la crisis hemos de atender, además de a las imprescindibles regulaciones del mercado financiero, al necesario cambio de modelo productivo, hemos de saber que no habrá cambio de éste si no va acompañado también de un nuevo modelo de consumo. La sociedad de la (injusta) opulencia que hemos conocido ha llegado a su fin. Si no le dijéramos ‘adiós’, no tardaríamos en vernos sumidos en crisis más graves frente a las cuales la economía no dejaría de ser una “ciencia de la desesperación”. Es lo que temía Carlyle ya en el siglo XIX, cuando Marx trató de que no fuera así.
Artículo publicado en el diario Ideal de Granada el 8 de enero de 2009

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